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Manéjese con cuidado

Autora: Irene Monterrosa

El inicio está algo nebuloso en mi mente, pero ya estábamos en marcha. El resto está tan claro ahora como entonces: íbamos en nuestra vieja Datsun beige. Tenía ese olor tan particular que los carros de antes desprendían cuando los sillones de esponja y poncho se calentaban. Recuerdo la luz del sol y el calorcito de la tarde. Recuerdo el tacto del sillón de atrás y la risa de mi hermana.
Mi papá "tenía que hacer algo". Se estacionó frente a la panadería y entró. El día anterior había sido la ferretería y el anterior a ese, la tienda; pero siempre se estacionaba cuesta abajo sobre la calle. No lo culpo porque en Mixco, sin importar a donde se vaya, solo hay opción de hacerlo: cuesta arriba o cuesta abajo. Quedamos en el carro Blanca y yo, entreteniéndonos con todo lo que las mentes de dos niñas de 8 y 6 años pueden maquinar en el tiempo en que le toma a un adulto comprar dos filas de francés y tres quetzales de champurradas. Entre risa y risa, levantaba la mirada y veía la espalda de mi papá esperando su turno para ser atendido.

De pronto, el jalón: un brusco movimiento que nos hizo movernos hacia atrás y luego hacia adelante, y luego atrás otra vez en un milisegundo. De repente, ya no veía la espalda de mi papá o la panadería, aunque no terminaba de entender por qué. El grito de mi hermana me despertó de mi letargo: el carro bajaba por la cuesta cada vez más rápido. Ella estaba roja de tanto gritar y gruesas lágrimas bajaban por sus grandes cachetes. Mi papá había empezado a correr al lado del carro, intentando abrir la puerta que había dejado con llave por precaución. Me gritaba que frenara y somataba la ventana para hacerme reaccionar. Entonces me pasé al asiento del piloto mientras hiperventilaba y veía con horror que nos acercábamos a la avenida donde los autos pasaban a gran velocidad. Anticipaba un terrible final: un accidente aparatoso; una muerte sufrida, sangrienta, inevitable…
Aumentaban la velocidad, el llanto de Blanca, la frustración de mi papá al ver que no lograría frenar, mi nerviosismo y, ahora estaba claro para todos: la posibilidad de morir.

En la avenida, los autos iban a alta velocidad, inadvertidamente, con la prisa de la rutina y el enojo de la hora pico. Nadie nos vio llegar, pero llegamos. Se volvió real cuando mi papá dejó de correr. Se rindió... No, tal vez no se podía acercar más sin estar en peligro. Escuché el ruido, pero cuando el calor del impacto me alcanzó, desperté.
Aún estaba en mi cama: siempre era un alivio después de haber despertado tantas veces en otras partes. Entre sudor, lágrimas y mocos, comprobé que estaba bien y suspiré sabiendo que, al menos ahora, ya podría dormir: esa había sido la cuarta. La última de mis cuatro pesadillas. Despertaba aterrada después de cada una, pero la cuarta, por su cercanía a la realidad, era la peor de todas. Tuve cada pesadilla, una detrás de la otra, cada noche hasta los 10 años, màs o menos. Fue entonces cuando se detuvo el abuso; se detuvieron las pesadillas. Pero la náusea en el auto, el miedo paralizante y la premonición de que hoy, o mañana, o en 15 años, moriría en un accidente automovilístico nunca se detuvieron.

Cumplí 30 años y jamás aprendí a manejar. Lo aplacé tanto como pude. Me decía que no era necesario, para ignorar el trauma y evitar la terapia. Hasta que se hizo necesario. Compré el viejo auto de mi hermano pensando en que si ya tenía carro, no podía más que obligarme a manejarlo.
En la primera clase de manejo con mi papá tuve un ataque de pánico en el momento en que me equivoqué y me gritó. Fue como volver a aquel sueño con él gritándome instrucciones que bien podrían haber estado en chino. No puedo aprender con él, pensé. Lo volví a aplazar. Con el tiempo aprendí en una academia de manejo, pero obtuve mi licencia y no conduje más.

No era necesario. En serio que no lo fue durante un buen tiempo. Hasta que un día no hubo más opción. ―No tenemos opción―, me dijeron. Subí al auto con un falso sentido de poder disfrazando el terror. Llovía y empezaba a oscurecer. Yo jamás había manejado sin un conductor experto en el asiento del copiloto permanente y fuertemente asido al freno de mano, listo para activarlo cuando fuera necesario.
No voy a poder, no voy a poder y un poco de “tengo que poder, tengo que poder”. 10 y 2, los espejos, el sillón tan adelante como se podía (piernas cortas y exceso de aprehensión). Respirar y confiar en mi instinto. Me sobrepuse al primer intento fallido de avanzar y el apagón del carro. ―Vamos saliendo de Mixco―, me dije, al menos todo será bajada… estaremos bien.

No sé cómo pasó. Soy tan ignorante que aún desde afuera no logré entender cómo llegamos a parar como lo hicimos. Solo escuché: el metal contra el metal, los gritos desde el asiento de atrás, el metal cortando carne y hueso, la vida dejando los cuerpos con cada borbotón de sangre.

El impacto fue tal que mi cerebro se desconectó como para no tener que lidiar con el reguero que el resto de mi cuerpo había dejado. Con el dolor y los gritos. Con olor a hierro y a gasolina mezclándose. Como para no ver el horror que mi trauma e ineptitud habían causado. Pero vaya que lo vi.

Cuando mi alma se desprendió de mi cuerpo aún sentía dolor. Aún tenía lágrimas en el rostro. Era yo, me sentía y me veía como yo, pero ya no estaba “ahí”. Por un breve momento escuché sus sollozos, pero no pude verlas. Veía todo, y al mismo tiempo, solo a mí. La primera impresión, aunque fuerte, fue sorprendentemente familiar. Como si por primera vez mi cuerpo se viera como mi alma se sentía. Como si, justo en el último instante de su conexión, hubieran podido al fin alinearse. Me tomé un tiempo para admirar la extraña belleza que tiene un destino que se ha cumplido.

Me sentí lista para algo más. Era cierto, pensé, sí hay algo después de la muerte. Pasé muchos años de mi vida negándolo, pero aquí estoy. En mi defensa, cuando la vida es una pesadilla y los sueños son pesadillas una se convence de que si algo existe más allá debe ser una pesadilla. Así que la idea de la muerte como final definitivo es más reconfortante.

Me vi por última vez y me despedí con la certeza de que mi yo de 6 años (que predijo todo esto) sabía más de la vida que yo en el momento de mi muerte.

Asumí que a partir de ese momento todo sería claridad, pero a mi despedida siguió un largo período de oscuridad e incertidumbre. Y, luego, al fin, una pequeña luz, un leve pero reconfortante calor en mi rostro. Poco a poco fui saliendo del sopor y ajustándome a la claridad. Entonces vinieron los sonidos, cada vez más fuertes, cada vez más cercanos: lamentos, llantos, gritos desesperados, algunas risitas… Una ola de miedo se apoderó de mí. Sí existía el más allá. Y sí, era una pesadilla. Mi corazón se sintió pesado, tanto que juraría que empezó a caer atravesando mi costillas, la cama y el piso hasta enterrarse en la tierra.

Entonces, desperté por completo y sentí todo: el dolor y las drogas, las nalgas escaldadas y orinadas, las llagas en mi espalda, la boca seca, un olor a medicina y mierda. Intenté entender qué era lo que veía: un techo manchado de humedad y ¿sangre? Intenté moverme o hablar, pero mi cuerpo parecía no obedecer. Sentí en mi cabeza la presión de unas vendas… Cuando al fin pude mover una de mis manos, toqué mi rostro y supe no solo que mi cuerpo ya no se veía como mi alma, sino también que ahora ambos estaban un poco peor. Lentamente fui ganando conciencia sobre mi estado y mi situación… y lloré. Lloré como nunca… y grité. Jamás en mi vida o en mi breve muerte sentí tal desolación. Esto no era una pesadilla, era el infierno: estaba viva, con el rostro desfigurado, sin piernas y en la unidad de cuidado intensivo del Hospital Roosevelt.

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