I
El huevo se suspende de las ramas de un árbol, transparente. Ek se acerca, atraída por el brillo que emana. Está habitado por cientos de insectos, cada uno en su propia placenta, cada uno latiendo a su ritmo. Acerca un dedo, lo hunde entre los pequeños fetos alados que se esparcen cuando intenta jugar con ellos. Luego, toma con ambas manos el huevo, lo arranca, lo acerca a ella, lo huele y, entonces, su cuerpo se habita de agua, viento, montañas, pasto de varios tonos de verde. Abre los ojos.
Está de nuevo en el desierto, frente a un árbol seco, con el huevo en sus manos.
Escucha el sonido de unos rastreadores. Ek abre la boca, su lengua lo desliza con cuidado hacia su garganta; este se arrastra como un gusano por su garganta hasta caer en su estómago, donde se ancla a una de sus paredes, la atraviesa y se implanta en un sitio más seguro.
Ek se cubre el rostro con un pañuelo.
II
Ek camina a través de la montaña. Las plantas de sus pies se amoldan a los restos de esqueletos, a un pasto que brota como verrugas color ocre que estalla liberando un líquido sanguinolento. Ek dirige la mirada al norte y mira, sobre la parte más alta, como simulando ver al cielo, una pileta. Sobre ella, un concierto de coleópteros ocupa la densidad de la arena que flota en el aire.
“Parece que se avecina una tormenta”, piensa.
Del grupo de coleópteros que sobrevuela el área, uno de color rojo se separa, se acerca a la orilla de la pileta para ver en su interior. Ni una gota de agua.
En esta parte de la montaña aún se pueden escuchar los gritos de ellos. Manos, pies, brazos, cráneos, dientes, una enorme masa viscosa que se expande y contrae que grita en su intento de no morir olvidados. Ek agiliza el paso, intenta ignorarlos.
― Dicen que si no recoges la sangre de los muertos y la llevas al cementerio, sus almas se quedan suspendidas. Decía la abuela.
Ek camina con mucha precaución sobre el suelo, sabe que se encuentra en área contaminada, la presencia de árboles con frutos brillosos se lo indica. Alcanza a ver la fábrica anclada a la montaña donde los recolectores maquínicos lanzan la cosecha en una gran cápsula metálica. Aquí, luego de varios días suspendidos en un líquido color ámbar, los frutos adquieren una coloración brillante. Estos frutos son administrados a la población juvenil como parte de la refacción escolar.
Las empresas notaron que su consumo en dos o tres años provoca el blanqueamiento de la piel. Para las empresas reclutadoras, el uso de estos frutos ha resultado en mano de obra barata con estándares estéticos para el extranjero.
Ek atraviesa el suelo seco, se adentra en un pantanoso, activa las púas en su traje y el sistema de deslizamiento. Llega a la zona de transición segura y se paraliza. Ve emerger del suelo unos rastreadores que escanean, a través de unas branquias, su cuerpo. Las abren y cierran buscando algún indicio de agua sobrante en el cuerpo de Ek. Su vientre se agita; ella teme que detecten al huevo. Bajan el cuello, se dirigen al estómago y en ese momento unos disparos inactivan el campo de estática que destruye a los rastreadores. Ek se queda paralizada.
― Te tardaste mucho y por eso venimos a buscarte. Ven, vamos antes de que se levante la aldea. Tienes suerte de que hayamos llegado a tiempo. Dijo Te´k, mientras tomaba de su mano para huir.
Haciendo su mejor esfuerzo, Ek intenta mover sus piernas, que están rígidas del shock. Observa los restos de los rastreadores, y una sustancia verde emerge del suelo, se transforma en garra, esa garra luego se vuelve boca, esa boca los engulle y regresa a su lugar.
III
Se siembra un dedo y se esperan varios días para que surja un pequeño brote de piel. En el principio son las células redondas, y de estas se desprende una serie de hilos que se entrelazan unos con otros para crear formas similares a pétalos que se estiran conforme se extienden sus flagelos y caminan hasta esbozar un nuevo dedo. Los dedos contienen las huellas de lo que somos.
De las piernas pueden surgir ramas de las que brotan frutos rojos, frutos que brotan de trozos de cuerpos sin blanquear, naturales, donde la memoria sigue viva, porque los restos blanqueados tienen recuerdos inventados.
IV
Ek llega exhausta a su casa y frente a la puerta encuentra varias velas sobre el suelo. No hay nadie cerca. Se agacha para tomarlas. Entra. Las coloca sobre una mesa. En ese momento, dos niños llegan a pedirle unos insectos para la curandera. Ella suspira con desgano. No le gusta expulsarlos antes de tiempo, pero eso parece no importarles, la miran con ojos de súplica, son de los pocos niños en la aldea que aún se maravillan con la recuperación de los suelos. Ella sonríe. Les dice que está bien, que le pasen dos frascos de la estantería de libros. Uno de los niños los alcanza, se los da. Ella presiona el botón del baño y se mete en ese incómodo espacio a parir dos insectos.
Abre las piernas, se pone de cuclillas y cuando puja los insectos se desplazan a través de la orina en sus pequeños huevos gelatinosos. Duele, más cuando se almacenan en los túbulos renales, Ek se coloca en posición ventral, ejerce presión en su abdomen y así salen de los riñones, viajan a través de los uréteres. Ek siente dolores menstruales agudos que la provocan gritar. Cuando caen en la vejiga, el dolor disminuye; su cuerpo se queda temblando, arde. Puede sentir cómo los insectos flotan y punzan la salida, vuelve a pujar para parir más insectos que rasgan todo el canal de su uretra, emanan gritos fragmentado en piedras color marrón, que casi siempre libera luego del parto, durante toda la semana.
Ek decidió que en lugar de parir hijos, tendría insectos.
A veces, por las noches sueña que tiene cabeza de insecto, otras, que abre las piernas, expulsa alas transparentes que vuelan y cubren los techos de la aldea. Su cuerpo y los pequeños fetos dialogan todo el tiempo. Puede sentir sus miedos, cómo ellos se esconden dentro de sus órganos cuando presienten la maldad y esas velas, lo son.
V
Los niños llegan con la curandera que recibe los frascos con insectos que tienen rostro de rinoceronte y cuerpo de escarabajo. Al entrar a su casa, camina despacio, con cuidado, como si llevara en las manos su vida misma. Sale al patio trasero y ahí, sobre dos tipos de suelo muerto, uno completamente seco y el otro pantanoso, los libera.
Los bichos saborean la necrosis a través de los vellos de sus patas, berrean, luego sumergen el cuerno, la trompa, con sus patas delanteras hacen un agujero, extienden las alas para que la vibración los impulse dentro. Desaparecen frente a la sonrisa de la curandera. Ella se cubre la nariz, sabe que debe prepararse para sentir olores y ruidos extraños por varios días.
VI
Ek soñó que era una enorme piedra cubierta por un hongo. El hongo le prohibía respirar, incrustaba sus hifas dentro de su superficie, causando fracturas, debilitándola. Entonces se despertó con las piernas llenas de sangre, insectos muertos sobre las sábanas. Quiso salvarlos pero unos hilos que salían de ella se agitaron mientras su vientre mostraba marcas de bocas que se abrían y cerraban. Intentó ponerse de pie, no pudo. Los restos del huevo que tenía dentro era un globo con dientes y flagelos, ella intentó tirar de él, sacarlo, pero el chillido y el dolor la hizo soltarlo.
La curandera rompió la puerta al escuchar los gritos: vio, con horror, cómo era devorada por uno de los rastreadores. Sonaron las alarmas de la aldea, esta comenzó a sacar sus patas. Entonces se acercó a Ek.
―Te destrozaron, mi niña. Te quitaré el dolor y cuidaré de tu útero, tu vida.
La curandera clavó el filo de un cuchillo en el corazón de Ek, que apenas respondió al impacto y su cuerpo quedó inerte.
La aldea se levantó y caminó de nuevo en busca de nuevos suelos para reparar de forma segura.
Dentro de la casa de la curandera, el útero de Ek permitió la incubación de nuevos huevos e insectos. Días después, cuando la aldea volvió a sentarse, la curandera salió al jardín y pudo ver cómo del suelo muerto, surgía una planta de maíz.