Primero corté veinticuatro rodajas delgadas. Serví una y puse el resto del pastel en el congelador, prometiéndome que solamente comería una porción cada quince días después de la hora de cardio. Me serví un vaso de leche y me tragué la rodajita en tres rápidas mordidas, así que busqué otras dos para que el antojo contara. Casi sin que me diera cuenta, acabé con el litro de leche y me quedaba una sola rodaja en la bandeja. Me sobrecogió el asco y tiré esa última porción a la basura junto con el cartón de leche. Lloré por casi una hora.
Pensé en correr cinco kilómetros en la avenida, pero cuando me vi en el espejo del vestíbulo del edificio, rebosando de los mallones y los zapatos deportivos, me resigné a volver. Pesqué esa porción del basurero para comérmela sobre el lavatrastos, y después ordené una pizza.
Mi hermana llamó cuando estaba pellizcando el queso derretido sobre la caja. No tuve que explicarme.
—¡Por Dios, Martita! ¿Por qué no le pedís ayuda a una bruja?
Santería, amarres, hechizos… Elena siempre fue aficionada a esas ridiculeces. Desde que la magia fue legalizada por los congresistas, mi hermana se hizo novia de un hechicero y comenzó a propagar sus negocios y emprendimientos con el mismo amor que antes le dedicaba al Tupperware y los productos de Mary Kay. Se comprometieron hace un año para casarse dentro de tres.
—Mirá. Te dejo este número de la sobrina de Orión. Apuntalo. Ella está empezando su práctica y no te cobrará muy caro, vas a ver. Este es el primer paso para recuperar tu vida.
Apunté el número porque Elena no cedió hasta que pudo escuchar mis manos trazando el papel. En eso se parece mucho a Ignacio. Él tampoco confiaba en mi desgano: revisaba una y diez veces que yo sacara la basura, pagara los recibos o alimentara a los peces. No me molestaba, la verdad. Yo misma admitiré que la mitad de las veces se me olvidaba, o más bien me daba pereza. Esa sensación me es absurdamente familiar.
No puedo identificar el momento cuando empecé a engordar, o cuál fue la porción de pollo frito con papas que me empujó al borde. Empecé a desbordarme de los pantalones. Compré blusas de elastano y vestidos flojos. Abandoné los tacones y perdí el interés en maquillarme. Las varices y estrías me convirtieron en un mapa viviente de la obesidad. Al principio, Ignacio me pagaba clases de yoga, lecciones de crossfit, coaches y nutricionistas, pero creo que ya saben cómo acabó esa historia.
Hace dos años, Ignacio vino tarde a la casa. Olía a cigarro y licor, pero con una sobriedad escalofriante me dijo que iba a dejarme. Yo ya pesaba cuatrocientas setenta y dos libras y no recordaba la última vez que había visto su pene. De hecho, yo ya no alcanzaba a ver mi propia entrepierna bajo mi abdomen. Ignacio se mudó en dos días. Consiguió novia en tres meses. Se casó el agosto pasado, y no me invitó.
La sobrina de Orión apareció en mi puerta siete segundos después de que la llamara. Traía un portafolios de cuero morado y una chaqueta de pelaje verde fosforescente. Atalanta, se llamaba. Le ofrecí té y lo que quedaba de mi segundo paquete de galletas, se negó. Se sentó en la mesa de la sala y cerró los ojos.
—No se mueva y no hable—dijo. Después de la pausa más incómoda, me miró. Tomó el portafolios y extrajo una libreta y un tenedor dorado. Más de alguna vez, en uno de mis arranques de estúpida autoimportancia y amor por Ignacio, quise obedecerle a un nutricionista. Me asignó una libreta donde debía apuntar cada bocado que tomara, incluyendo el chicle. Le comenté el fracaso de este método a Atalanta, me ignoró.
—Escúcheme, Marta. De ahora en adelante debe comer usando este tenedor. La libreta no es para la comida. No sea ingenua. La magia requiere de un balance. Cuando usted quiera perder peso, deberá anotar las libras que le sobran y el nombre de la persona que las recibirá.
Empezaba a tartamudear una docena de preguntas cuando Atalanta continuó: —Sí. Así funciona. Usted habrá estudiado las leyes de la materia en las clases de ciencias de secundaria. Es algo similar. El peso no puede desaparecer de la nada y la magia simplemente cohesiona el deseo y la capacidad. Eso es todo. Usted lo entenderá cuando lo intente.
Atalanta me entregó la libreta y el tenedor, cerró el portafolios y caminó hacia la puerta. Antes de despedirse, le pregunté cuál sería su pago. —Me llevé su anillo de bodas, Marta. Considérelo un precio de confianza. Fue entonces que descubrí que la alianza de oro que asfixiaba mi anular izquierdo había desaparecido. La carnosidad de mis dedos y la congoja en el estómago me impedían removerla. Ahora solo quedaba una línea púrpura. Cuando levanté la vista, Atalanta había desaparecido.
Esa noche preparé seis chuletas a la barbacoa y papas con mantequilla. Cené con un enorme gusto y una leve sospecha de que todo sabe mejor con un tenedor dorado. Después de comer me senté frente a la computadora y abrí mi perfil alternativo de Facebook para ubicar a la esposa de Ignacio. En su foto de perfil, ellos tomaban el sol en Bali, perfectamente bronceados y musculosos. Anoté Verónica Solís de Azurdia – 100 libras. Luego pensé en esas chicas que me atormentaban en el colegio. Claudia Rey, que rompió mi mochila nueva; se llevó treinta libras. Gabriela González, que besó a mi novio de la universidad; ganó cuarenta libras. Y, mi vecina de la infancia, Andrea López, recibió setenta libras por pegarme los piojos. Cada ofensa que pudiera recordar fue compensada con onzas de grasa y flacidez.
Cuando me levanté para servirme el postre, mi ropa cayó al piso. Corrí a buscar el espejo de cuerpo completo que había sepultado bajo la cama y no reconocí a la esquelética ninfa que me miraba. La balanza marcaba menos de cien libras. Compré un tiramisú entero para celebrar.
Jamás podré explicar el gozo de introducirme en un vestido talla doble cero. Me puse extensiones y un arito en el ombligo. Compré un nuevo guardarropa y muchos, muchos pasteles. Reí con enorme gusto cuando Verónica Solís de Azurdia comenzó a publicar melodramáticas actualizaciones sobre la extraña enfermedad que destruyó su cuerpo. Su perfil de Facebook perdió las fotos de desnudo artístico y vacaciones playeras para saturarse de frases motivacionales y recetas sin carbohidratos. De hecho, mi feed social se convirtió en una galería de celulitis y rollos. Yo abrí un nuevo perfil exclusivamente para modelar mis bikinis y minifaldas.
He de decir que la magia es bastante infalible. Comía aún más que antes y hasta la última onza era despachada a mis víctimas. Pero hay un problema con el equilibrio: no hay exceso ni ganancia. Lo entendí el día que Verónica subió una nueva foto, donde presumía el resultado de ocho meses de dieta y entrenamientos espartanos. Su abdomen otra vez se marcaba, sus iliacos detenían una delicada tanga, y por añadidura se había agrandado su busto en un escote exquisito. Entonces entendí que necesitaba un plan.
Así comenzó lo que llamé el Ciclo de Krebs. Durante varios meses me dedicaba exclusivamente a engordar. Bebía galones de leche achocolatada y compraba postres por docena diaria. Probé todas las hamburguesas y pizzerías de la ciudad hasta curar la selección más pesada, grasosa y deliciosa. Cuando la pereza comenzó a ganarme, empecé a preparar licuados de mantequilla, caramelo y leche condensada. Así, todas mis víctimas podían acomodarse en sus lonjas. Verónica cerró sus perfiles sociales y, dicen que trató de suicidarse. De forma anónima, le envié una docena de relámpagos de chocolate.
Cada año esperaba con ansias el Día de Retribución con mucho helado, un cambio de ropa talla doble cero y una lista larga de malhechoras. Eventualmente, todas se acostumbraron, abrazaron o se rindieron a la gordura. La ciudad se transformó. Ampliaron las bancas del metrobús. Abrieron más McDonald 's. Las boutiques más exclusivas de la ciudad me vendieron a precios de quemazón sus tallas pequeñas. Poco a poco tuve que reducir mi incremento de peso porque tan solo dos libras bastaban para romper cualquier voluntad.
Pero mi última “retribución” fue diferente. Estaba a punto de comenzar cuando un video de una campaña de caridad me atrapó. Un niño de quince años, que parecía de ocho por su estatura y delgadez, imploraba por donaciones para la región más pobre del país, la llamada Hondura del hambre. El corazón se me hizo añicos y anoté su nombre: Julio Rangel – 90 libras. Dormí con la deliciosa calidez de la caridad en mi pecho talla doble cero.
A la mañana siguiente, la noticia más viral en la región era la muerte de un jovencito que súbitamente cayó en un coma diabético. Despertó con un peso aparentemente sano, pero su organismo fue incapaz de procesar un incremento absurdo de grasa corporal. Vomité todo el helado. Desde entonces he dejado de comer con tenedores. De hecho, no como nada sólido para cuidar mi peso, así que una cuchara y una pajilla bastan. Uso la libreta, eso sí, pero esta vez me comprometo con anotar cada onza de papilla y jugo que meto en la boca.